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Desde la desintegración del Imperio Romano, la península italiana había permanecido dividida en un conglomerado de reinos, principados y ducados, además de los estados pontificios. Esto facilitaba las continuas intervenciones de reinos más poderosos como España, Francia o Austria, lo que convirtió a Italia en un continuo campo de batalla. En el siglo XIX algunas zonas de Italia estaban incluso bajo la dominación extranjera: por ejemplo el reino Lombardo-Véneto se encontraba bajo la soberanía del Imperio Austriaco.